Poner sobre el escaparate un logo bien establecido comercialmente, contando además con el asesoramiento y la experiencia que lo ha llevado a ser conocido, parece una excelente opción para cualquier emprendedor.
Hay, sin embargo, un sutil ‘pero’: hay que pagar por el derecho a utilizar esa marca tan jugosa y la operación implica ceder gran parte del control del negocio. Acogerse a una franquicia no es una bicoca, pero tampoco un grillete; como casi todo en el mundo de la empresa, depende del cómo, el cuándo y el por qué. [hde_related]
La fórmula para transformar un negocio en franquicia
Una franquicia es, en esencia, una relación comercial bidireccional. Una parte, el franquiciador, permite a la otra, el autónomo o pequeña empresa que es franquiciado, beneficiarse de su estructura, su denominación y símbolos comerciales, a cambio, claro está, de un precio, fijo o variable.
El acuerdo de franquicia también otorga al franquiciado el derecho a recibir asistencia técnica y formación por parte de la empresa matriz durante el período de vigencia del mismo. La legislación exige que este conocimiento sea “propio, sustancial y singular”. Es decir, el autónomo paga, entre otras cosas, por una identidad de peso en el mercado.
Asimismo, ambas partes deben establecer contractualmente el área de actuación del franquiciado, las actividades concretas a desarrollar, los objetivos mínimos, el sistema de cuotas y las causas que pueden desembocar en una rescisión del acuerdo.
¿Por qué conceder una franquicia?
Los motivos que llevan a una empresa fuerte y bien asentada a ‘alquilar’ su marca han ganado mucho peso en los tiempos que corren: es una estrategia de crecimiento que entraña poco riesgo.
Es el franquiciado quien afronta los gastos e inversiones aparejados a la apertura y mantenimiento de un negocio, al contrario de lo que ocurre en el modelo de expansión sucursalista. La compañía franquiciadora no soporta el aumento de su plantilla ni los gastos de personal, tan solo una pequeña inversión en tareas de orientación y supervisión. El dueño del nombre comercial, por serlo, tira con pólvora ajena.
Por otro lado, el concesor de la franquicia consigue incrementar el nivel de difusión de su marca de una forma más rápida que con otras fórmulas de crecimiento. No hay inmuebles que adquirir, ni personal que contratar, ni promoción local que organizar, ni contratiempos que aprovisionar; de todo ello se ocupa el franquiciado.
¿Y qué hay para el franquiciado?
El franquiciado, por tanto, aventura su patrimonio en el negocio, como cualquier otro autónomo, y además paga una cuota por el uso de una marca que jamás será suya. Por si fuera poco, le es arrebatado una gran parte del control operativo del proyecto y tendrá que cumplir objetivos impuestos por terceros, sometiéndose a su supervisión.
Visto desde este prisma, solicitar la concesión de una franquicia parece poco menos que un acto de masoquismo empresarial. Y, sin embargo, cada vez son más los pequeños emprendedores que hacen la apuesta: según la Asociación Española del Franquiciado, se registraron cinco redes de franquicias más en 2019, alcanzando la cifra de 1 381. Los empleos generados por este modelo de negocio subieron un 0,13%, con 294 231 personas ejerciendo algún tipo de trabajo en el conjunto del sistema.
Además, no se puede decir que nuestro país sufra una invasión de marcas extranjeras; de hecho, la franquicia en España es una actividad empresarial bastante endogámica. Un 82% de ellas, 1 132, son de origen nacional, mientras que solo el 18% restante, es decir, 249, proceden de fuera de nuestras fronteras.
De estos datos se puede inferir que la decisión de ponerse bajo el paraguas de una gran marca puede ser clave para el éxito de un proyecto. Ciertamente, el autónomo sacrifica libertad y poder de decisión, pero gana el prestigio de un nombre con presencia en el mercado, lo que aporta seguridad y allana en gran medida el duro camino del emprendimiento. No es lo mismo enfrentarse al abismo de la hoja en blanco que tener ya escrita la mitad de la novela.
Conocerse a sí mismo y al sector
Para el autónomo, acogerse a este método tiene sentido si la prioridad es conseguir rentabilidad rápidamente. El potencial concesionario de una franquicia tiene que tener muy claras las siguientes cuestiones antes de ‘lanzarse’:
- Identidad y objetivos. Si el emprendedor tiene una idea novedosa, con potencial de crecimiento, y se puede permitir marcarse objetivos a largo plazo, no tiene sentido replicar el negocio de otro. Si, por el contrario, lo que se busca es obtener ganancias lo antes posible a través de una fórmula común, la franquicia gana puntos.
- Conocimiento. Es una obviedad que el pequeño empresario debe saberlo todo sobre su negocio; pero si está considerando convertirse en franquiciado, debe además estar perfectamente informado sobre la realidad del sector en el que se mueve. Las perspectivas de crecimiento, el potencial de los nichos de mercado y la situación estructural del franquiciador jugarán un papel clave en el éxito o el fracaso.
- La relación comercial. Debe ser fluida y basada en los principios de transparencia y equidad. Asuntos como el alcance de las obligaciones contractuales, los objetivos y sus plazos, los gastos de los que hay que hacerse cargo, la formación y los servicios que recibirá el franquiciado y el porcentaje que este se llevará de las ventas tienen que quedar perfectamente claros desde el minuto uno.
- Referencias. Es recomendable, asimismo, conocer las experiencias de otros franquiciados para saber con quién nos estamos asociando.
Por José Sánchez Mendoza
Imágenes | @nullplus y @officestock en Unsplash